lunes, 10 de enero de 2011

Grial

La vió a través de la muchedumbre.

Ojos marrones y rizos chocolate

Cuerpo delgado, pero perfectamente delineado.

Labios rosados y delicados.

Ella lo miró, fijando su vista en él a través del salón.

Él le sostuvo la mirada, examinándola a la distancia.

Ella mantuvo sus ojos en los suyos durante un breve instante más, y luego salió por la ventana rumbo a la terraza.

Sin pensarlo, él atravesó el espacio que lo separaba del umbral y la siguió hacia la noche.

A sus espaldas, la música de la fiesta fue extinguiéndose como un débil incendio bajo un aguacero. Cuando él la halló sentada en un banco observando el cielo oscurecido, la única evidencia del festejo que acababan de abandonar era un frágil eco en la distancia.

La observó un momento a sus espaldas, contemplando la delicada curva de sus hombros y el modo en que el cabello se arremolinaba en rizos entre sus omóplatos.

Él sabía que ella había notado su presencia. Sintió su respiración agitarse y su corazón acelerarse. Ella había imaginado que él la seguiría. Lo había leído en sus hambrientos ojos.

Dando un par de pasos se paró junto a ella, al lado del banco. Ella no levantó la mirada.

“Sé lo que eres” dijo suavemente, su voz como una melodía.

Él no respondió ni se movió, aunque le resultó difícil esconder su inquietud.

“Eres un vampiro” continuó ella.

Él volvió a permanecer mudo, azorado. ¿Cómo podía ella saberlo? ¿Qué lo había delatado?

“Soy Bella” agregó ella al fin. Sus ojos jamás abandonaron la visión de la noche frente a ellos.

“Edward” respondió él luego de un momento, incapaz de contener su propia voz. A ella le pareció que el sonido de su nombre era casi una oración en la belleza de su tono.

martes, 19 de octubre de 2010

Caged - Enjaulada



"Have you ever felt trapped inside yourself? I'm drowning in fantasies of my own making, and I love it in here. But I know I should come out 'cause I'm losing the grasp on reality. I just wish I didn't have to. I wish I could stay in here forever.I wish these things inside my head were free, wandering the world like real creatures. My mind won't stop working and somehow it just does it in a foreign language. But I do not want to let go, to escape my own golden cage. I don't want to be free of this curse that some call imagination, and I call freedom"

"¿Te has sentido alguna vez atrapado dentro de ti mismo? Me estoy ahogando en fantasías de mi propia invención, y amo cada segundo de ello. Pero soy conciente de que tendría que salir, porque estoy perdiendo el débil lazo que me une con la realidad. Sólo desearía no tener que hacerlo. Desearía poder quedarme aquí para siempre. Desearía que estas imágenes que pueblan mi cabeza fueran libres, vagando por el mundo como criaturas reales. Mi mente no deja de girar y por alguna extraña razón lo hace en un lenguaje que no es el mío. Pero no quiero marcharme, ni escapar de mi propia cárcel de dorados barrotes. No quiero ser libre de esta maldición que algunos llaman imaginación...y yo llamo libertad"

TRIPLETS

A Él. 

BREATH, AND WHISPERS, AND GROANS.

SKIN, AND BONES, AND FLESH.

HOT, AND FEVERISH, AND WARM.

SILKY, AND WET, AND SOFT.

ROUGH, AND PRIMAL, AND WILD.

FREE, AND LIGHT, AND DELICATE.

SWEATY, AND STICKY, AND CANDY.

YOU, AND ME, AND THE RAIN. 


Respiración, y suspiros, y jadeos

Piel, y huesos, y carne

Caliente, y febril, y tibio

Sedoso, y húmedo, y suave

Áspero, y primitivo, y salvaje

Libre, y liviano, y delicado

Sudoroso, y pegajoso, y caramelo

Tú, y yo, y la lluvia

miércoles, 13 de octubre de 2010

Es solo para siempre

“Ámame, témeme, has lo que te ordeno y seré tu esclavo”
Jareth El Rey de los Goblins - Laberinto

Creo fervientemente que nuestras pasiones son las que nos definen como individuos. Son nuestras pasiones las que proclaman a viva voz, y sin tapujos, lo que nos hace quienes somos en realidad.

Yo tengo muchas pasiones. Pasiones personales, pasiones laborales y pasiones lúdicas.

Pero creo que estas últimas son las que mejor expresan quien soy. Siento una pasión particular por la danza, por los libros y por la escritura (como podrán ver). Y una pasión indiscutible por el cine.

Decir que soy una cinéfila es en gran parte contar el cuento de quién soy y de cómo me criaron.

El cine es un mandato familiar que ha marcado mi crecimiento y ha definido en gran parte mi carácter. Y digo mandato familiar, porque hubiera sido imposible escapar a esta pasión si no corriera en mis venas por herencia o si no hubiera sido fogueada en mí desde mi más tierna infancia.

Nací en una familia donde siempre se respiró cine, más que cualquier otra cosa. De mi madre heredé la pasión por la literatura y de mi padre la de la música. Pero es en relación al cine en donde ambos concensuaban y lo que se encargaron de inculcarnos a sus hijos.

En mi hogar hablar de películas es hablar un idioma común que todos compartimos, que aprendimos juntos y que tiene códigos familiares indiscutidos.

En nuestra casa, cine es sinónimo de tiempo compartido, de noches de reunión y de charlas interminables. Aún cuando somos todos indiscutiblemente diferentes, es el cine el que nos hace indiscutiblemente familia.

Hay varios momentos que han marcado mi vida como cinéfila, y que están irremediablemente atados a la vida familiar. Como la primera vez que vimos “La Guerra de las Galaxias” comiendo frituras y supe que la ciencia ficción sería mi perdición; o el día en que mi padre me alquiló “Nausicaa” y me enamoré del anime japonés para siempre; o cuando mi padre me marcó en la revista del cable el horario en que ver “Viaje a las Estrellas: La Película” y nunca más pude abandonar a Kirk, Spock y los klingon.

Pero hay un instante en la vida de cualquier cinéfilo que es crucial en su importancia, que es el más relevante y la piedra angular de su pasión. Se trata del momento único cuando vemos ESA película que se convierte en nuestro estandarte, en nuestra favorita, la que reúne en sí todas esas características que hace que amemos al cine por sobre todas las cosas.

Para mi ese film es “Laberinto”.

George Lucas, Jim Henson, Terry Jones y David Bowie. ¿Qué más puedo decir? ¿Hace falta agregar algo cuando una película reúne el guión de uno de lo genios detrás de The Monty Piton; la magia del creador de “La Guerra de las Galaxias”; el arte del padre de Los Muppets; y la música y actuación de uno de los íconos del Glam Rock de todos los tiempos?

Agregá un trozo de “Alicia en el País de las Maravillas”; añadí otro tanto de “El Mago de Oz”; mezclá; luego miralo desde la óptica de un adicto a sustancias y tal vez de esa forma puedas comprender qué esperar cuando mires “Laberinto”.
Sin embargo, todo lo anterior no constituye, de ninguna manera, una mala aproximación.

“Laberinto” es entretenida, imaginativa y única. De hecho, es de esas películas que cuando uno las ve siente la necesidad de comentar “Ya no se hacen más películas así”. Es de esas que envejecen como el mejor de los vinos. Es de esas que uno ama u odia, pero que genera pasiones fuertes y no admite grises.

“Laberinto” es la historia de una adolescente amante de la fantasía llamada Sarah (una muuuy joven Jennifer Connelly), que está frustrada con su vida (como toda adolescente) y sueña con cuentos de hadas y leyendas. Obligada a cuidar a su hermano pequeño Toby después de una pelea con sus padres, y mientras el bebé la exaspera con su llanto, proclama las palabras que ha aprendido de su libro: “Desearía que los goblins vinieran y te llevaran consigo”. Extrañamente, su deseo se hace realidad. Los bizarros goblins transportan a Toby a la tierra del libro de Sarah: el Underground. Arrepentida y desesperada por recuperar a su hermano, Sarah se encuentra con Jareth el Rey de los Goblins, quien le otorga 13 horas para resolver su laberinto y llegar al castillo en el centro donde Toby la aguarda, antes de que el niño se convierta en un goblin para siempre.

Tal vez esta sinopsis pueda sonar a mucho. Pero no teman. Esta historia visual es especial en sus escenarios, en sus sonidos, en sus situaciones y en sus personajes. En el mismo instante en que Sarah pone un pie en su mundo de fantasía, la magia realmente comienza.

Este universo de imaginación nos ofrece sorpresas a cada vuelta de la es quina. Nunca sabemos qué esperar. Y, cómo dice Jareth, en el laberinto “Nada es lo que parece”.

Goblins y gallinas danzantes, gusanos parlantes, escaleras mágicas, miles de extrañas criaturas, ilusiones visuales y hasta un monstruo metálico de limpieza son solo algunas de las muchas vicisitudes que se alzan entre Sarah y su objetivo.
Mucho antes de que los departamentos de efectos especiales comenzaran a confiar sólo en computadoras para crear extraños y maravillosos personajes, Jim Henson utilizó la vieja y consabida técnica de las marionetas para darle vida a este fantástico cuento. Y este arte, unido al ambicioso guión de Terry Jones, hace que esta aventura de 1986 haya envejecido mejor que muchas otras y que sea, aún hoy, una experiencia tan disfrutable como en su nacimiento.

Detrás de su simpleza y de su naturaleza de cuento de hadas, “Laberinto” es también un relato sobre los conflictos de la adolescencia, sobre la familia, sobre la maduración personal y sobre el valor de soñar.

Cuando la vi por primera vez, en 1989, me enamoré para siempre de ella y la erigí en el podio de la película que había cambiado mi perspectiva del cine de por vida.
Les parecerá exagerado. Yo creo que probablemente tengan razón. Pero así son las cosas, y uno no puede cambiar lo que siente. Sería ridículo negarlo. Lo mejor sería tratar de explicarles porqué la adoro como lo hago.

En principio, porque Sarah es un personaje con el que me puedo identificar completamente. No, mi hermano no es un insoportable bebé llorón. De hecho, mi hermano es mi mejor amigo. Tampoco me visto de princesa y actúo mis historias. Eso me daría muchísima vergüenza. Y nunca fui una adolescente caprichosa ni le he gritado a mi mamá como una desquiciada.

Pero Sarah, igual que yo, ama la fantasía por sobre todas las cosas. Y si pudiera elegir, querría vivir en un mundo en donde haya laberintos, hadas, goblins, enanos y, por supuesto, donde mi amigo sea un gigante peludo naranja llamado Ludo.

Una historia preciosa, unos personajes inolvidables y un mundo imposible en su cuidada concepción son otras de las muchas cosas por las que sigo eligiendo esta película.

Pero existe una razón que eclipsa a todas las razones anteriores. Esa razón es Jareth, y es a la vez David Bowie, y es también su música.

Porque “Laberinto” es para mi mucho más que la mejor película que he visto. Es también el momento en que conocí a mi cantante preferido y, es también, en donde escuché por primera vez la mejor canción de la historia.

La escena del baile de máscaras, en donde Jareth intenta hechizar a una muy confundida Sarah mientras le canta “Mientras el mundo se derrumba”, es la escena de todas mis fantasías. Y si algún día me casara, no quiero bailar el vals. Quiero bailar esa canción.

Decir que he visto “Laberinto” miles de veces, a esta altura, sería casi ridículo. Supongo que ustedes lo adivinan. Tengo en mis estantes las versiones en VHS, ahora en DVD y pronto, espero, en Blu Ray. Y el CD con la música, que mi papá me compró, todavía descansa en su caja original inmaculado aunque tiene 20 años. Conozco cada canción, cada escena y hasta el último de los diálogos a la perfección.

¿Por qué? Porque eso es lo que genera la película que uno ama más que ninguna otra en el mundo. Genera que uno la vea cada vez que la encuentra en el zapping, que la recomiende, que la analice; y que siempre, en algún rinconcito de su alma, tenga ganas de volver a verla aunque la haya visto al menos una centena de veces antes.

“Laberinto” nunca envejece para mi. Nunca me aburre. No se marchita con la edad ni con los cambios del universo. Porque siempre veo algo diferente cuando la veo.

Cuando la vi por primera vez, me pareció un fantástico cuento de hadas, con una sufrida heroína, un villano con una voz increíble y una música como ninguna otra.
Cuando volví a verla, muchos años después, la película era la misma, pero ya entonces yo era una mujer. Y en lugar de un cuento de hadas vi una historia de amor no correspondido, vi a una adolescente malcriada e inmadura, y vi al villano más sexy del mundo declararle al final su amor. Lo único que no ha cambiado en mi perspectiva es que sigo pensando que la música de Bowie es como ninguna otra.

Las películas no cambian. Somos los espectadores los que lo hacemos. Porque las películas significan cosas diferentes para cada uno en cada etapa de su vida, pero siempre significan algo.

Y porque definitivamente “Laberinto” significa algo para mi, nunca me voy a cansar de verla y nunca se volverá obsoleta. Simplemente porque yo todavía no he terminado de cambiar.

Pau

domingo, 10 de octubre de 2010

El don supremo


Prólogo.

Arrojó el cigarro en la acera y lo aplastó con vehemencia con la punta de sus botas, observando, al remover el pie, como se elevaban en el aire las últimas volutas de humo en formas espiralazas e incoherentes, hasta que una brisa violenta de frío terminó por disolverlas. Solo entonces continuó caminando.

Sus pasos eran medidos y lentos. Las calles se estrechaban a su alrededor y la penumbra lo consumía todo. El silencio era casi reverencial. Era como si el mundo pudiera percibir la inminencia de un suceso extraordinario.

El momento se acerca, pensó, mientras sus pies se movían con delicadeza felina sobre el asfalto.

Sus ojos recorrieron con presteza su entorno, escaneando los recovecos y las escaleras de los edificios callados. Sus movimientos eran los de una fiera entre los autos silenciosos y el pavimento apagado, buscando su presa, en actitud defensiva constante, como a punto de atacar.

Caminaba sólo para no quedarse en el lugar, eligiendo estar en movimiento en vez de esperando contra la vitrina de un comercio cerrado y muerto. Pero sabía que no había ningún beneficio en avanzar.

Ahora solo restaba aguardar. Y había esperado tanto tiempo que no se dejaría vencer por un par de minutos más.

Llegado el momento sabía que sentiría esa familiar punzada en el pecho, ese hilo infinitesimal jalando su cuerpo hasta el lugar preciso en el momento exacto. El llamado de su destino, de su misión, de su razón de ser.

Solo entonces todo el tiempo dedicado a su cometido tendría sentido.

Continuó deslizándose entre los tachos de basura vencidos y los autos enmudecidos. Nadie caminaba por las calles, pero eso no le pareció extraño. Era como si las personas supieran cuando algo diferente caminaba por las aceras en la noche, como si en su inconciente pudieran reconocer la cercanía del peligro que las acechaba.

Presas, pensó sonriendo. Las presas pueden oler la proximidad del depredador.

Un par de gotas golpearon contra el cuero de su chaqueta, justo sobre su hombro. Y un segundo después la lluvia se abatió sobre el mundo sin clemencia, demandándolo todo, amenazando con ahogar todo los sonidos.

Pero no se inmutó. No había nada en el universo que pudiera constituir una distracción en su objetivo. Años de entrenamiento, de búsqueda y de espera habían llevado a ese instante, en ese lugar y en ese tiempo. Sería necesario mucho más que agua para abatir su determinación.

A medida que su figura avanzaba por la acera, las luces que iluminaban la oscuridad de la calle se iban apagando, una a una, volviendo a encenderse cuando era el turno de la siguiente, asegurándose de mantener en penumbras su progreso. Las sombras y el silencio camuflaban su existencia.

Entonces lo sintió. Su pecho se estrujó, sus ojos se estrecharon, sus fosas nasales se ampliaron a la búsqueda del aroma en la atmósfera, y su cuerpo se irguió felino en una postura de completa tensión. Fue como el grito de guerra de un guerrero en el silencio más absoluto.

Aún si hubiera habido testigos a su alrededor, ningún ojo humano hubiera sido capaz de captar el momento exacto en que sus piernas se lanzaron a la carrera a través de la oscuridad y el frío rumbo a su destino.

Su mente se heló y su cuerpo se focalizó solo en alcanzar su objetivo. Un depredador, voraz y aguzado, a la caza de su presa. Fallar no estaba siquiera contemplado. Había estado preparándose y esperando durante demasiados años como para errar en el último instante.

Fue su figura irguiéndose en la esquina, su perfil delineado contra la luz de la calle a sus espaldas y el modo en que el aire se condensó hasta hacerse irrespirable, lo que hizo que los dos atacantes abandonaran a su víctima.

El cuerpo que sostenían cayó sin piedad sobre el empedrado del callejón estrecho, desparramándose sobre el suelo como una marioneta, sin denostar ningún signo de vida.

Los agresores alzaron los ojos, azorados, hasta toparse con la sombra del intruso, y fue suficiente como para que el temor les helara la sangre y los testículos se les encogieran dentro de su ropa interior.

Sin volver a dar una segunda mirada a la persona desperdigada a sus pies, echaron a correr como perseguidos por el demonio. Y tal vez eso fuera exactamente lo que habían encontrado al mirar a sus ojos.

Sabiéndose triunfante, sin haber requerido más que su mera presencia para hacer que esas escorias huyeran, comenzó a moverse nuevamente sobre el asfalto, con la seguridad de una fiera, pero con renovada urgencia.

Se hincó al lado de la figura que yacía en el piso retorcida en un modo extraño, cubierta de lodo y empapada por la persistente lluvia. Extendió una mano que jamás titubeaba y removió un mechón de cabello para desocultar el rostro de la persona en el suelo. La sangre brotando de su frente y su nariz, y el labio ajado y partido, hacían imposible determinar nada excepto que se trataba de un ser humano. Sus facciones deformadas por la golpiza estaban hinchadas e irreconocibles.

Ubicó sus dedos bajo sus fosas nasales y chequeó su respiración, antes de buscar su pulso en el hueco de su cuello.

Comprendiendo que aún estaba con vida, rebuscó en sus bolsillos y extrajo una billetera que los bandidos no habían tenido tiempo de quitarle. La abrió y, sin prestar atención a su contenido, buscó algo que le indicara su identidad. En el segundo compartimiento encontró su licencia de conducir.

“Edward Cullen” leyó en voz alta, y sintió que el hombre en el suelo se removía inquieto, respirando con dificultad.

“Tranquilo” le dijo, volviendo a quitar el cabello que continuaba cayéndole sobre el rostro. “Estás a salvo”

Chequeó a su alrededor que nadie los estuviera observando, paseando sus ojos por la calle y buscando posibles espectadores en las ventanas de los edificios, aunque sabía de antemano que todo estaría vacío y abandonado.

Asegurándose de que no habría testigos insospechados, lo tomó en sus brazos y lo alzó.

Una figura delgada y menuda, con largo cabello empapado por la lluvia implacable, se movió entre las sombras de la ciudad llevando en sus brazos el cuerpo de un hombre alto y fornido como si no pesara más que el de un niño.

Gracias por leerme de aquel lado! Me gustaría saber qué les ha parecido y si vale la pena seguirlo y publicarlo!
Besos!! 


viernes, 8 de octubre de 2010

María Isabel


Ese era el nombre de mi maestra de séptimo grado, y de la responsable de esta adicción que contraje por la escritura.

Si cierro los ojos aún puedo ver, detrás de mis párpados, la imagen y los sonidos de ese salón de clase lleno de niños de doce años, ese día en que descubrí lo que quería hacer por el resto de mi vida.

María Isabel era una maestra joven y llena de entusiasmo. Había llegado a mi ciudad hacía poco tiempo, proveniente del sur del país, y traía consigo toda la pasión y la persistencia de quien busca tocar y conmover el alma de un niño.

A María Isabel le gustaba utilizar prácticas y actividades novedosas, que pudieran motivarnos y sacarnos del encasillamiento de las clases tradicionales de escuela primaria.

Ese día la consigna era escribir un cuento corto, que no ocupara más de una carilla, sobre lo que quisiéramos. Todos nos quedamos en silencio, mirándola, esperando más indicaciones. ¿Sobre lo que quisiéramos? ¿No había una directiva al estilo “Composición tema: la vaca”?

No. Sin consigna temática. Solo lo que la imaginación dictara.

Recuerdo el lugar exacto en donde se encontraba mi pupitre dentro del salón de clase, la distancia que me separaba de la pizarra, el rostro de María Isabel parada al frente del aula, y la visión perturbadora de la hoja rayada en blanco de mi carpeta ante mi, como desafiándome de manera burlona, mientras el bolígrafo se balanceaba ansioso entre mis dedos.

Y entonces ocurrió. Por primera vez sentí esa sensación que ya nunca podría abandonar y que me definiría para siempre.

Fue como si se corriera la niebla y, de pronto, el camino se hiciera claro frente a mi. Fue como si un haz de luz se hubiera filtrado entre la tormenta iluminando un lugar exacto y preciso. Fue como si siempre hubiera estado allí, dentro de mi, esperando a que me decidiera a correr el telón.

Algunos llaman a esa sensación inspiración. Yo la llamo también placer, satisfacción  y plenitud.

De repente, la idea en mi cabeza tomó vida propia. Se apoderó de mi mente por completo, reclamando su atención total, y no mucho después mi mano también fue cautiva.

Las palabras parecieron viajar de mi cabeza a mis dedos como un torrente sin control, desparramándose por la hoja según su propio ritmo y cadencia.

Antes de que pudiera comprender lo que estaba ocurriendo, la carilla otrora blanca se había llenado de metáforas, imágenes y personajes, y me encontré a mi misma leyendo una narración que no podía estar segura de que fuera mía.

Fue en ese preciso instante, cuando volví en mi misma después del frenesí de la escritura, que supe que ya nunca sería la misma.

Hasta ese momento siempre había creído que algún día sería una diseñadora de indumentaria, y que mi futuro estaría plagado de dibujos, telas y glamour. Aún cuando era ya entonces una ávida lectora, la literatura siempre se me había antojado un hobbie, un divertimento para mis tiempos de ocio.

Pero esa mañana, en esa clase llena de niños, de olores, de colores y de sonidos, miré atentamente a mi creación y supe que hasta ese momento había estado horriblemente equivocada.

Desde ese día, y hasta hoy, no puedo imaginar otra cosa que me defina mejor que la escritura.

Escribir es mi momento más pleno, más feliz y más determinante. Es tiempo que no transcurre, que no se dilata, que no se lamenta haber perdido. Son segundos, y minutos, y horas que son solo míos. No hay instante en que me sienta más yo misma que cuando escribo, ni droga más adictiva para mi mente que la embriaguez que produce la inspiración espontánea, esa necesidad de plasmar que te carcome los huesos y te contrae la conciencia, como un sonido chirriante y constante al fondo de la mente que solo se detendrá cuando emerja de mi cabeza y encuentre sus rutas a través de mis dedos, convertido en palabras.

No hay momento más increíble y más fabuloso como individuo que ese en que uno descubre su razón de ser, su don, eso que lo define como persona.

Hace muchos años que no veo a María Isabel. Más de los que puedo precisar. No estoy segura de si aún está al frente de un salón de clases o si su vida la ha llevado por otros rumbos.

Me gustaría pensar que todavía enseña, que sigue levantándose cada mañana con el propósito de cultivar y motivar alguna mente infantil. Ruego que no se haya dejado vencer y corromper por los obstáculos, la desesperanza y las angustias del sistema educativo. Espero que no haya perdido ese espíritu desafiante que la hizo inolvidable para mi.

Nunca tuve la oportunidad de decirle lo que causó en mi, probablemente porque fui capaz de vislumbrar la magnitud del momento muchos años después.

Tal vez un día, por alguna gracia del destino, pueda publicar un libro de mi autoría y dedicárselo a María Isabel.

Porque se lo merece.

Pero sobre todo, porque quiero que sepa que todos sus esfuerzos no fueron en vano.

En ese salón de clases, en una ciudad anónima, entre otra treintena de niños chillones, su entusiasmo fue un faro que cambió mi vida para siempre.


Paula